Egresé de la UMCE en el año 2000, ejerciendo desde el año 1998 como profesora de francés en tres establecimientos educacionales a la vez, con el objeto de completar unas 30 horas por semana, recibiendo un sueldo aproximado de $ 280.000 pesos mensuales. Viajaba entre Puente Alto, La Dehesa y Quilicura con mis textos y material pedagógico en mi mochila, con la convicción de promover cambios en la educación en mis 90 minutos de clases con cada grupo de 45 alumnos que atendía. Sin duda, tal como expongo el contexto laboral en que me encontraba hace 10 años, en esa época no alcanzaba a vislumbrar la principal problemática que me acechaba: el desempleo inminente una vez que la reforma del año 1996 alcanzara el nivel de 8° básico en el año 2002.
Mientras discutíamos en las asambleas de la Asociación de Profesores de Francés sobre nuestro actuar frente a la situación que nos tocaría, escuchaba que los dirigentes hablaban del “triunfo de la globalización”, justificando la supremacía del inglés como idioma de intercambio económico y cultural. Muchos profesores pensábamos que lo que nos estaba ocurriendo era culpa de la globalización.
Ahora bien, es cierto que la globalización es un proceso que implica cambios vertiginosos que nos llevan a situaciones riesgosas, como en nuestro caso, perder el empleo. Tal como nos dice Anthony Giddens en su libro “Un mundo desbocado”, involucrarse en la vorágine de los cambios de la modernidad implica riesgos, vivimos actualmente en la sociedad del riesgo.
Lo mencionaba también Edgar Morin: “Vivimos en un océano de incertidumbres en archipiélagos de certeza”. Ambos autores nos decían que el riesgo en el contexto de la globalización era inminente, no podemos escabullirnos de el, por lo tanto, el problema que se nos presentaba a los profesores de francés era el mismo que se presentaba a los profesores de alemán, de filosofía, de artes y de todas aquellas asignaturas apartadas del currículo en la reforma del ’96. Si hubiese conocido el pensamiento complejo de Morin en aquella época hubiese visto que el problema no era el riesgo, pues éste estaba en la superficie de la situación. Más adentro, estaba el problema real: el no haber sido preparados en nuestra educación para enfrentar el riesgo como oportunidad, el no haber recibido en nuestra estructura social, en nuestro capital, la concepción de riesgo como positiva, como llamado a reinventarse, a reconstruirse y replantearse.
La globalización no fue la culpa de nuestro desempleo, quizás si lo fue la “globalización malentendida” por las cabezas del MINEDUC en esos años. Creo que ellos sólo miraron el proceso de globalización como el avance tecnológico de nuestra era, sin tomar en cuenta que para acceder a la tecnología y para utilizar los nuevos medios de comunicación debíamos manejar idiomas extranjeros.
Personalmente, en un colegio de Puente Alto donde llevaba bastante tiempo como profesora de francés, me avisaron en el mes de enero que mis horas pasarían a transformarse en horas de computación en el mes de marzo y que si quería seguir en el establecimiento debía “reconvertirme” en profesora de inglés. Tomé esa alternativa, estudié el idioma inglés y estuve un semestre tratando de enseñarlo. Varios de mis colegas hicieron lo mismo: los que tenían tiempo y recursos para hacerlo. El resto se “reconvirtió” en taxistas, vendedores, ejecutivos de AFP, etc. Nos transformamos en dos bandos, en dos subuniversos: los que continuamos en el sistema educacional y los que se marginaron buscando mejores alternativas salariales.
Los que nos quedamos trabajando en establecimientos éramos otro subuniverso dentro del subuniverso del profesorado: éramos tipificados por el resto de nuestros colegas como los profesores que ejercían una asignatura que no habían escogido por vocación, si no que por obligación.
Dentro de este contexto, debíamos legitimarnos frente a los demás profesores de inglés, éramos los “allegados” al departamento y no poseíamos la preparación en la disciplina que ellos tenían. Sólo coincidíamos en que éramos todos profesores de idiomas extranjeros, pero a la hora de planificar y de decidir qué contenidos incluiríamos al currículo, los profesores reconvertidos poco teníamos que aportar. Nuestras herramientas de legitimación iban más por el lado de la metodología que de la apropiación de los contenidos: sabíamos bien qué estrategias utilizar para lograr desarrollar actos del habla, pero no sabíamos qué enseñar.
Esta situación nos llevó a tener conflictos de roles, en lo personal, me sentía menos profesora que mis colegas de inglés, lo cual me llevó a tomar la decisión de abandonar el sistema: no podía seguir enseñando una disciplina que no dominaba en un cien por ciento y que, por lo demás, no me motivaba en lo absoluto como para seguir estudiándola.
Otro grupo de colegas emigró del sistema, otros continuaron hasta el día de hoy inclusive, enseñando inglés.
Creo que los docentes que se fueron de los establecimientos para no volver, no tomaron en cuenta los capitales culturales con los que contaban, es decir no pudieron ver que antes de ser profesores de francés eran pedagogos y que más allá de la disciplina enseñada se encuentra el hecho de enseñar. Nuestra formación incluyó temas que nos hacen especialistas en educación, no podíamos encasillarnos en el francés. Tal como dice Morin, el entregarnos al estudio de una disciplina y profundizar sólo en esa estamos coartándonos la posibilidad de mirar las oportunidades que tenemos al lado. Al encasillarnos en una temática en particular olvidamos lo integrales que podemos llegar a ser y no vemos más allá de lo evidente.
La sociedad, en general, no percibe a los docentes fuera del aula, nuestra labor está tan incrustada en el sentido común que no se nos imagina llevando a cabo la educación en otro lugar que no sea la sala de clases. Para nosotros, los profesores, es aún más difícil renunciar a esta tipificación, muchas veces creemos que sólo podemos trabajar en colegios y de esta manera sesgamos nuestro campo laboral.
Los establecimientos educacionales como instituciones también se han encargado de relegar al profesor a una tarea específica: la jerarquía, el exceso de horas de clases y la cantidad de alumnos por curso, han impedido que los docentes se dediquen a investigar, a planificar concientemente, a construir objetivos de aprendizaje alcanzables, a estructurar diagnósticos, etc.
Hablo de jerarquía, pues en nuestro rol de profesor de colegio sólo se nos relega a la sala de clases. Quienes están fuera de ella y pueden mirar el contexto escolar desde otra perspectiva son los directivos.
Hablo del exceso de horas de clases y cantidad exagerada de alumnos por curso, puesto que ambas variables se han constituido también como un impedimento para llevar a cabo nuestro rol de “pedagogos” en general, por sobre el de profesores de alguna asignatura en particular.
En resumen, muchos de mis colegas nunca se vieron como pedagogos y renunciaron al sistema al ver que ya no podían enseñar su especialidad.
En lo personal, no encontré trabajo como profesora de francés, pero no tardé mucho tiempo en darme cuenta que mi capital adquirido en los 5 años de estudios en la UMCE eran más que la gramática, la lingüística y la fonética. Mi capital cultural era el de un pedagogo, con cierta experiencia en enseñar y que perfectamente podría encajar en alguna otra institución educativa, distinta de un establecimiento educacional.
Por otra parte, creo que analizar el tema de la discriminación curricular sólo desde la perspectiva de los docentes es una postura bastante egoísta. El currículo tal y como está construido atañe directamente a la sociedad, somos los profesores los principales implicados en el cambio curricular, pues para nosotros éste significó desempleo, pero para nuestros alumnos también tuvo consecuencias negativas, como por ejemplo no tener la posibilidad de escoger qué quieren o necesitan aprender.
Con respecto a esto último, Alain Touraine en su libro “¿Podremos vivir juntos?” plantea la escuela democratizadora, como aquella instancia en que los educandos plantean sus proyectos de vida y son apoyados por la institución en la realización de éstos. En este contexto, se supone que para que los estudiantes logren sus metas y objetivos debemos brindarles educación de calidad en un marco integrativo, en donde ninguna materia sea sustituida o cambiada por otra, sino que se complementen para formar un sujeto capaz de desarrollarse plenamente en cualquier dominio.
El caso de la reforma del ’96 nos muestra la desintegración del currículo y la anulación de algunas asignaturas consideradas innecesarias, a nosotros, los profesores no se nos consultó acerca de las medidas tomadas por las autoridades de la época…menos a nuestros estudiantes. Quien mejor sabe qué necesita la educación en nuestro país son, sin duda, los estudiantes y sus profesores, los que mejor saben qué necesita cada uno de nosotros para realizarnos como sujetos en la vida somos nosotros mismos. Con esto no estoy diciendo que los estudiantes estudien lo que quieran, creo en una sociedad en la cual padres y apoderados, en conjunto con la comunidad educativa, sean capaces de discriminar qué es lo que esa sociedad necesita.
En ese sentido, creo que la metodología del interaccionismo simbólico serviría para entender el punto de vista de cada uno de los actores participantes de este campo. A la pregunta “¿qué es lo que la educación debiese brindar a la sociedad?” o “¿qué es lo que la sociedad necesita?” existen múltiples respuestas: la de los padres y apoderados, la de los profesores, la de los profesores de cada asignatura, la de los profesores de francés, filosofía, artes, música, alemán (los docentes que quedaron fuera del currículo), la de los directivos de los establecimientos, la de los estudiantes y la de las autoridades.
La reforma de la educación que nos marginó del sistema no significó lo mismo para cada uno de sus actores. A manera de ejemplo: para las autoridades significo aumentar la calidad de la educación y para nosotros (los profesores de francés) significó el desempleo. Para los profesores de inglés significó innumerables oportunidades de trabajo. Para los padres y apoderados; la seguridad de que los establecimientos estaban entregando a sus hijos una herramienta fundamental para su futuro. Para los alumnos significó más de lo mismo, estudiar más horas por día, las mismas asignaturas.
Cada actor del sistema le dio un significado a la situación dependiendo de su hábitus, de su capital y de su entorno. Para los alumnos que les gustaba el francés fue una verdadera imposición el idioma inglés como única lengua extranjera a estudiar, para los que les gustaba el inglés, no hubo gran cambio.
Al ponerme en el lugar de las autoridades de la época, entiendo que la necesidad de aumentar los niveles de calidad y a su paso también los puntajes del SIMCE, los haya llevado a reestructurar el currículo en torno a las asignaturas tradicionales, pero por otra parte me parece una irresponsabilidad el no ver la riqueza de las disciplinas que se estaban dejando de lado.
Hoy en día, el francés existe en algunas universidades como un ramo facultativo, en algunos institutos de formación técnica en carreras como gastronomía y turismo, en las escuelas de idiomas particulares y se enseña en los colegios de elite. Las plazas de trabajo son escasas, la demanda es alta.
Los profesores que entendimos que éramos primero profesores y luego “de francés”, tenemos la convicción de seguir promoviendo el cambio desde las instituciones en donde nos desempeñamos, con el capital que poseemos, para contribuir al mejoramiento y la innovación en lo que realmente nos apasiona: la educación.